Reina por un día

Hoy descubrí el secreto encanto que proporciona el ser la reina de una combi o autobús: viajar en el asiento delantero o, por qué no, en el estribo, junto a un valeroso hombre que se enfrenta a motociclistas de pulcro casco, mujeres neuróticas, autos último modelo y taxistas. Ser la mujer amada de ese feliz individuo de incansable astucia, que busca tretas para evadir a los astutos conductores de otras combis, quienes silentes, protegidos por la multitud de las calles xalapeñas, amenazan con robarle el pasaje. Ser esa mujer, no cabe duda, trae consigo interminables beneficios. En primer lugar, el indiscutible sentimiento de superioridad que brinda el haberse convertido en la elegida de ese sujeto que aunque sea por escasos momentos es de primordial importancia para algunas decenas de pasajeros; no porque hayan puesto en sus manos la inestimable cantidad de cinco pesos, sino porque junto con ellos han depositado allí su vida y la cada vez más lejana esperanza de llegar a tiempo a su destino. Todo esto lo intuye ya la mujer que acompaña al conductor, dueño y soberano de aquel mueble: puede ver los ojos suplicantes de los pasajeros, los continuos vistazos al reloj y, más aún, las indiscretas miradas de envidia que, como un aliciente a su ego y un pendón a su incauta belleza, le dirigen otras pasajeras que como yo sueñan con disfrutar de tales privilegios. Su hombre lleva las riendas y así, sin la menor preocupación, es capaz de detenerse en la tienda más cercana a comprar un par de chicles para su amada, quizá a platicar con algún otro trabajador del volante o, en el mejor de los casos, a conseguir monedas porque el cambio se ha terminado. Pero mejor aún es el tener la posibilidad de recorrer las calles de esta ciudad gozando de la inigualable vista panorámica que da el amplio cristal de combis y autobuses, esperar cada semáforo para llenar de besos y arrumacos a ese héroe contemporáneo que desafía sin temor a agentes de tránsito y semáforos que, como molinos de viento, se erigen en monstruos implacables. Pero quizá la mejor parte sea el dar nombre a uno de estos medios de transporte y ser consciente de que la ciudad entera está al tanto del amor que te profesa el conductor de la Corona 669, saber que, por rumbos que ande, aquel hombre lleva tu nombre grabado frente a sus ojos. Ni que hablar del inigualable placer que implica el obligar a los pasajeros-súbditos a escuchar por tercera ocasión una melodía del recíen fallecido “Gallo de oro” o un acompasado reggaeton que sin lugar a dudas pone a la combi entera a bailar de alegría, además de excitar a los niños y poner de buen humor a los ancianos. Todas estas facultades tiene la acompañante del chofer, la mujer que con su perfume endulza las horas de los pasajeros, la que viajará por siempre recargada en el brazo derecho de su amado. Pasar la vida así, en idilio perpetuo, teniendo la felicidad de otros en tus manos es invaluable. Por todo ello, hago un llamado, una súplica dirigida a todo aquel que se crea capaz de acceder a mi petición: quiero, ansío, ser la reina de una combi.

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