No, you thing, no.


Para gritar.

Ya no puedo. Hay cosas que sé y no debería. El exceso de información, la memoria, el exceso de consciencia me trajeron a este punto. Quiero cerrar los ojos y dormir, pero el reggaetón me lo impide. Antes de bajar del metro, mi deseo era llegar y esconderme. Esconderme en el sueño. En ese maravilloso silencio. La voz de una argentina me retumba en los oídos. Tengo ganas de salir y jalarle el cabello. La detesto como si fuera la cifra de todos mis males. Tengo ganas quizá de contarle que Sophie Calle, en un hotel de Nueva Delhi, recibió una llamada que la fisuró. Que Calle borró su dolor con el dolor de otros. Quiero preguntarle si conoce a Sophie Calle y si sueña con lavabos blancos. Contarle que Sophie Calle en Nueva Delhi se quedó plantada, esperando a un hombre que nunca más volvió, y que el dolor -tan vanal- fue borrándose con el suicidio de quien no pudo soportar ser acusada del robo de un bote de crema. Yo también quiero borrar este dolor con el sueño. Con la historia de una mujer argentina que grita afuera de mi ventana su falsedad.  No es un acertijo es un callejón sin salida.



Otro septiembre.

Sabía perfectamente, por esa fatalidad que constituye uno de los rasgos más atroces del duelo,
 por mucho que consultase las imágenes, no podría nunca más recordar sus rasgos (traerlos a mi mente).
                                                                                                 Roland Barthes, La cámara lúcida.

I
Soy intolerante a los finales. Aún puedo soportar los principios. Cada vez menos. 
Mis sentidos aguzados. Son una criba de seda. Finísima. En cada principio está la muerte. Y yo la olfateo. La sé como quien despierta enmedio de la noche con la sensación de otro cuerpo, de unos ojos que miran entre la penumbra, deleitándose en el compás de la respiración, en el peso de los miembros del que sólo duerme. Escribo esa muerte. Sé que la única manera de vencer a la muerte es adelantarse a su paso. Reescribo esa muerte. Una y otra vez. La escribo súbita. La vuelvo a anotar agónica. En ocasiones es mi propia mano la que asfixia. Ante ella, ante la muerte, el terror.

II
Septiembre me deja baldía. Septiembre se llevó los rostros, las voces, las risas, los olores, la niñez. Voy por septiembre con precaución. 

III
Después de todo adelantarse a la muerte es quedarse con la vida. Sobre mi aversión a los finales sé decir que un día, que me gusta pensar que un día, supe la muerte. Entonces llegó la epifanía. No se trata para nada de un momento solemne. Advertí la muerte en la rutina más absoluta. Recostada en el auto, mi madre al volante, una tarde cualquiera de infancia sentí el peso de saber que un día, quizá lejano, mi madre no estaría más al volante ni yo contemplaría absorta y de cabeza los atardeceres de la ciudad. No puedo decir si lloré. No puedo decirlo a ciencia cierta. Me gusta pensar que sí. Que mis ojos sanaron la herida. Que mi cuerpo quiso deshacerse, por puro instinto, del tiempo. Recuerdo que entonces decidí robar la vida a la muerte, aunque la vida fuese este poco: una esquina, una casa color salmón frente a la reja de casa, el cabello de mi madre (hermosísima, joven, radiante) en la nuca, su risa, una canción de Cristian Castro, la frase justa "voy tropezando en el salón", el cielo casi anaranjado, y mis pies, mis pies contra la ventana. 

III
Paso los días de septiembre junto a un hombre al que amo. Un hombre al que amo inmensamente, como se ama lo que es de suyo amable pero también lo que se ha decidido amar con pasión, lo que no se puede más que amar con la certeza de no ser pero proclive a la herida. Voluntariamente vulnerable. Ante su presencia el simple temor se convierte en completa indefensión. 
Frente a los aciagos días de septiembre, junto a los rostros que septiembre me desgarra, junto a las voces, la risa, la vida que septiembre que se larga entre su lluvia, está la suya, la vida de ese hombre con quien la viviría el resto. Miro entonces su rostro y huelo su abrazo. No alcanzo. Miro sus ojos grandes y castaños. Miro sus labios y sus dedos y esa mueca extraña al sonreír. Aprehenderlo. Me digo. Debes aprehenderlo todo. Por siempre su voz, su roce, la levísima angustia de su ceño. Lo esencial: aprehéndelo. Miro entonces sus gestos, sus labios en perpetuo movimiento, su lengua jugueteando en la boca, presto atención al detalle, a la articulación de cada palabra, a los lunares y las cicatrices, a las pestañas tupidas y a las arrugas que nacen. Y cuando más lo intento, la certeza: lo he perdido, me digo (como Barthes): Ya, ya lo he perdido. Y por eso, por eso escribo. 


El pathos y yo (la que vuelve)

Acotación. La voz despierta lento, tan lento.

  Nunca sentí especial predileccion por las espirales. Si tuviese que contar una historia, si tuviera que construir una trama, elegiría la imagen de la sombra, los volúmenes, quizá las crestas, o mejor una línea recta y de música de fondo una brutal caída. A la última palabra.
  En mi habitación nunca hubo espirales. Todas las figuras que allanan mi memoria son verticales como la lluvia u ondulantes, esa tensión levemente salpicada. A través de los libros conocí los primeros finales. Al finalizar cada historia me parecía escuchar cómo algo se rompía. Una parte en mí se quebraba, pero otra, las otras, sabían que siempre podrían volver. Así conocí la desazón de volver siendo otra. Una parte muerta, anestesiada, la otra con la esperanza de ser la primera. La que por primera vez ves.
No hay destino más doloroso que el de aquel que gira. Quien gira está condenado al perpetuo movimiento. Para él, no hay descanso en el vértice del triángulo. En su historia no hay alturas ni más superficie que la misma que lo impele al continuo. No se trata de la trama del héroe. No de la mueca de la tragedia, del que baja y sube y baja. No de la sonrisa de la comedia, del que arriba, baja y sube. Tampoco se trata de los mil nudos que permiten que el cuerpo se deslice, se oville y salga a tomar un poco de aire a la plenitud de la recta. Se trata de una continua escisión en la curva.
Somos, entonces, estas varias que vuelven, dolorosamente diversas, a otra vez la primera línea.