El pathos y yo (la que vuelve)

Acotación. La voz despierta lento, tan lento.

  Nunca sentí especial predileccion por las espirales. Si tuviese que contar una historia, si tuviera que construir una trama, elegiría la imagen de la sombra, los volúmenes, quizá las crestas, o mejor una línea recta y de música de fondo una brutal caída. A la última palabra.
  En mi habitación nunca hubo espirales. Todas las figuras que allanan mi memoria son verticales como la lluvia u ondulantes, esa tensión levemente salpicada. A través de los libros conocí los primeros finales. Al finalizar cada historia me parecía escuchar cómo algo se rompía. Una parte en mí se quebraba, pero otra, las otras, sabían que siempre podrían volver. Así conocí la desazón de volver siendo otra. Una parte muerta, anestesiada, la otra con la esperanza de ser la primera. La que por primera vez ves.
No hay destino más doloroso que el de aquel que gira. Quien gira está condenado al perpetuo movimiento. Para él, no hay descanso en el vértice del triángulo. En su historia no hay alturas ni más superficie que la misma que lo impele al continuo. No se trata de la trama del héroe. No de la mueca de la tragedia, del que baja y sube y baja. No de la sonrisa de la comedia, del que arriba, baja y sube. Tampoco se trata de los mil nudos que permiten que el cuerpo se deslice, se oville y salga a tomar un poco de aire a la plenitud de la recta. Se trata de una continua escisión en la curva.
Somos, entonces, estas varias que vuelven, dolorosamente diversas, a otra vez la primera línea.

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