La culpa y yo. Apuntes segundo episodio.
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Esos instantes en los que basta un recuerdo o menos aún para deslizarse fuera del mundo.
E.M. Cioran
Mi padre deja de mesarme los cabellos. Por la persiana de su habitación apenas la resolana; una dentellada de sol que aletarga y obliga a cerrar los ojos, quizá largamente, quizá mejor hasta el otoño, cuando será la música el vendaval de los árboles de mango y el reposo sus flores que no lo son sobre la acera.
Mi padre, y yo lo sé, se nutre de un recuerdo. No hace más que aguardar ese pensamiento. Como quien aguarda una señal, espera con los ojos fijos. Espera civilizadamente su turno para abordar aquella barca sin pescadores, una barca de tiempo atrás, de los años en que los juegos y los patos que un día alzaron vuelo llevando entre sus alas la laguna.
Nosotros lo miramos. Esperamos también nuestro turno. Un objeto cualquiera dentro de la memoria: un pato, palabra, una nube que entre infinitas igual a la de aquél sea una soga, una ola que en santiamén nos pierda ahí. Bastaba coincidir, aunque a medias, para tomar nuestras maletas y zarpar hasta donde él en la distancia.
Mi padre está tan lejos. Me miro en el espejo y no soy la que trepó sobre aquellos hombros fuertes, no la segura del viaje y la sombrilla del fulgor de las copas de oro.
Yo lo miro. En su cama, en su habitación hay palabras colgadas. Su almohada es un texto indescifrable que sólo su mejilla alcanza. Acerco mi oído. Ahí no hay nada. Para mí, un nuevo vocablo: nostalgia.
Intuyo que soy yo y tal vez lloro. Lloro poco y sin estertores. Lloro mientras lo espío por la rendija, por los espejos y pienso que he sido yo. Me contiene saber que habría sido yo quien ha perdido la audición, la que en el silencio incapaz de escuchar la melodía de los viajeros, los ausentes.