Nuestra ausencia
Mi silencio es un silencio de muerte. No es este el silencio común; el de la reserva, el del desasosiego temprano, quizá el de la ignorancia. A mí, me robaron las palabras, las quitaron de mi boca, de mis manos, una tarde cualquiera, cinco elementos del Ejército Mexicano.
El pasado 26 de febrero murió en el Hospital de Río Blanco Ernestina Ascencio Rosario, mujer indígena de 73 años que fuera víctima de una violación tumultuaria por parte de un grupo de soldados.
Durante todos estos días he buscado la voz para hablar, para escribir, de Ernestina; lo único que logré fueron balbuceos: mi garganta cerrada, mis manos mudas permanecen yertas, más no dormidas.
Cientos, miles de mujeres, continúan padeciendo las vejaciones de una cultura predominantemente machista. Lo que digo, lo sé, no es algo nuevo, mucho menos sorprendente. Lo sorpendente es que otras tantas crean salir ilesas, bien libradas, de las agresiones producto del sistema cultural dominante . No es así. La sistemática hostilidad hacia la mujer impregna la vida cotidiana, los actos más sencillos, desde gritar un "piropo" a una mujer por la calle, hasta la absurda idea de algunas de mis más cercanas amigas de que su deber es encontrar al hombre adecuado (con más educación, mejor posición económica y, preferentemete, mayor), para lograr un feliz matrimonio. Esta concepción, estuvo presente también cuando mis padres decidieron que no era conveniente que yo, una provinciana, fuera a vivir al Distrito Federal, una ciudad "muy peligrosa para una mujer". Quizá tuvieran razón, alguna vez sentí junto a mis nalgas el miembro erecto de un desconocido al viajar en el metro, también vi como ocurría lo mismo con mi madre; a los catorce años, una de mis amigas aguantó en silencio, con los ojos llorosos, que algún viajante introdujera su dedo por la vagina; las vacaciones pasadas, escuché a uno de mis sobrinos, el mayor, decirle a mi prima que ser mujer debía ser horrible porque una mujer "tiene que hacer todo", desde servir la comida a tiempo hasta adivinar el vaso de agua que, con una simple mirada imperante, solicita su amante esposo. A más de una amiga mía, (ellas que se han defendido tanto, que han estudiado tanto), las han obligado a cambiarse de blusa, de falda o de pantalón; una de ellas me contó cómo su novio, ese que sueña con que sea su marido, la obligaba a mantener relaciones sexuales, pero sólo cuando llegaba borracho. Historias comunes en mujeres de mi edad, mujeres de clase media alta, mujeres que no han podido, no han querido, liberarse de estas sutilezas.
Se ha dicho que la violación a ancianas indígenas es una operación rutinaria por parte del Ejército, muchos de sus miembros, procedentes también de comunidades indígenas, conocen lo que simboliza la mujer mayor en su cultura; lo hacen, se dice, como una forma efectiva de demostrar su dominación. Así, las diferencias se acortan; de allí la fuga de mi voz al reconocer en Ernestina, en esa desconocida, a una mujer, una hermana, para quien no tengo más que estas líneas.
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3 years ago