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Mi casa y los cocodrilos de noche
Y en Comala comprendí que al lugar en que has sido feliz
no debieras tratar de volver.
Mi casa es ahora un conjunto de consultorios médicos. Supongo que mi hermano o yo, alguno de los dos, debió intuir que terminaría así: tanta medicina, tantos huesos regados por el cuarto de él, tantas gasas sobre nuestra vitrina y portaminas sobre nuestros muebles habrán sido una señal más que evidente para cualquiera de nuestros huéspedes. Me han comentado (pues tiene algunos meses que no paso por allí) que la transformación no fue sencilla. Al inicio, la arquitecta aceptó de buena gana el trabajo: un consultorio por cada una de las habitaciones, una sala de recepción en la cocina, una pieza más en el garage, en resumen, unas cuantas paredes falsas por aquí, dos o tres nichos por allá, un cubículo más acá e interminables conexiones de agua y luz. Sin embargo, los problemas comenzaron desde el primer día, cuando uno de los albañiles (conocedor absoluto de su profesión) advirtió a la arquitecta que el presupuesto se elevaría un poco más de lo acordado: había descubierto un par de ojos pegados la ventana. Cuando me enteré del inconveniente no supe muy bien qué contestar. No cabía duda que los ojos descritos por el albañil eran los míos, pero cómo pedir disculpas, cómo explicar que sí, que quizá sí, que era probable que mis ojos se hubiesen quedado allí, al igual una mano debajo de la alfombra y quince o veinte carcajadas chocarreras que amenazaban con aparecer en cualquier momento para impedir que retiraran el tapiz de mi habitación. “Pues ya, que cierren esa ventana”, fue lo primero que se me ocurrió después de las desesperadas llamadas de mamá, porque cómo justificar mi cuerpo en pedazos, cómo las lagrimitas que no dejaron de gotear sobre la cabeza del electricista, cómo el trozo de barbilla sobre el escalón.
Supe más tarde que casi todo desapareció, que con las capas de pintura las risas se fueron quedando queditas, queditas, que la mano enterrada salió de su escondite y se refugió en el patio trasero (que sigue intacto) y que el electricista llenó dos baldes de lágrimas con los que tuvo a bien regar una bugamilia que también desapareció. Pero los ojos no, los ojos no se movieron de su lugar. Según dicen los que los conocen, los que los han visto mirar (algunos días curiosos, otros tristes, alegres o solo quietos), sólo esperan allí por las tardes, y también por las noches, el sonido de un claxon, de una camioneta roja que los lleve a ver a los cocodrilos saltar.