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Algunas veces me apetece volver. Y lo hago aunque sé que sólo soy visitante, que no formo más parte de la vida real de aquel paisaje que a su manera (la manera inexplicable en la que los árboles, las paredes, las cosas) me guarda. De niña solía ir al hospital con mi padre. Regularmente cada domingo, pero a veces los sábados, alguna vez un miércoles, un lunes. La mayoría de las veces entraba y lo esperaba en la sala de enfermeras. No había mucha diversión: conversaciones de adulto que no importaba que yo escuchara, una vieja vitrina gris llena de medicamentos, calendarios, papeles, cofias, llamadas y un ventanal. Ese ventanal daba a un pequeño jardín. Para mí, el jardín, los jardines del hospital (con sus murallas de seto imperturbable, las hojas moradas y rojas de plantas como medusas, los tulipanes) eran los jardínes más hermosos que podía imaginar. Allí no llegaban las estaciones. En otoño o invierno, los jardínes parecían ser siempre los mismos, como si una mano secreta se encargara de retocar los colores, de colocar los aromas, las flores, en su justo sitio. Ahora, reconozco cierta fealdad en ellos, incluso cierta fealdad en todo el hospital que, como todo, ya no es lo mismo que antes era. Sin embargo, cuando vuelvo, me atrapa un cierto temor. ¿Seré la única persona que siente bienestar con aquellos olores? La única que siente volver a casa cuando aspira el aire viciado de desinfectante, el olor a enfermedad, a orín, a cuerpos amotinados en la espera. (Y es que la infancia nos marca de esa manera. Así, tan grande.)
Creo que mi hermano y yo dominamos todo el territorio. Sabíamos entrar y salir sin travesura. Conocíamos las alcantarillas flojas, los pisos, las salas, los cuneros, el quirófano, los cuartos donde alguna vez nos quedamos dormidos, esperando mejores sueños. En fin, sabíamos jugar en silencio en ese espacio de paredes de aceite y puertas azules o naranjas, porque a pesar de todo ninguno de los dos era ajeno al sufrimiento, a la enfermedad y, por lo menos yo, tampoco a la muerte. Pero en aquel entonces para mí la muerte era algo completamente distinto. La muerte era sus huellas: gotas de sangre sobre el concreto que continuaban hacia la puerta de vidrio y, si las seguía, más allá, hasta la sala de urgencias;mujeres, hombres también, llorando en las escaleras, gritos, estertores; sábanas blancas sobre camillas ocupadas; la luz prendida del anfiteatro, la puerta entreabierta. Hasta allí para mí la muerte, una que tocaba sólo lo visible, como un brazo largo de alguien muy lejano, la muerte como una pincelada que trastocaba los rostros, las baldosas, el aire. Y así transcurrían siempre mis ojos, domingo a domingo, esperando encontrar o no las gotas, la pesadumbre, la luz.
Ahora a veces vuelvo. El jardín ha venido a menos, también el edificio. Cuando vuelvo, procuro no entrar; supongo que por el afán de desterrar de mis nostalgias aquellos olores, para tantos otros tan desagradables. La mayoría de las veces, me conformo con caminar por el jardincillo hasta llegar al lugar donde el ducto de la lavandería exhala ese aire de desinfección: limpio, cálido, pero a la vez enrarecido. Allí me siento como en casa. Allí me dejo llevar.
Creo que mi hermano y yo dominamos todo el territorio. Sabíamos entrar y salir sin travesura. Conocíamos las alcantarillas flojas, los pisos, las salas, los cuneros, el quirófano, los cuartos donde alguna vez nos quedamos dormidos, esperando mejores sueños. En fin, sabíamos jugar en silencio en ese espacio de paredes de aceite y puertas azules o naranjas, porque a pesar de todo ninguno de los dos era ajeno al sufrimiento, a la enfermedad y, por lo menos yo, tampoco a la muerte. Pero en aquel entonces para mí la muerte era algo completamente distinto. La muerte era sus huellas: gotas de sangre sobre el concreto que continuaban hacia la puerta de vidrio y, si las seguía, más allá, hasta la sala de urgencias;mujeres, hombres también, llorando en las escaleras, gritos, estertores; sábanas blancas sobre camillas ocupadas; la luz prendida del anfiteatro, la puerta entreabierta. Hasta allí para mí la muerte, una que tocaba sólo lo visible, como un brazo largo de alguien muy lejano, la muerte como una pincelada que trastocaba los rostros, las baldosas, el aire. Y así transcurrían siempre mis ojos, domingo a domingo, esperando encontrar o no las gotas, la pesadumbre, la luz.
Ahora a veces vuelvo. El jardín ha venido a menos, también el edificio. Cuando vuelvo, procuro no entrar; supongo que por el afán de desterrar de mis nostalgias aquellos olores, para tantos otros tan desagradables. La mayoría de las veces, me conformo con caminar por el jardincillo hasta llegar al lugar donde el ducto de la lavandería exhala ese aire de desinfección: limpio, cálido, pero a la vez enrarecido. Allí me siento como en casa. Allí me dejo llevar.