Duramos mientras duran nuestras ficciones
Cioran
Nunca me ha costado trabajo observarme a mí misma desde la barandilla. Fue así como aprendí a teorizar. A quienes medianamente me conocen (hoy es un día encantadoramente soleado) les es difícil creer que fui la niña que parece que fui. No soy sociable, sólo he desarrollado una extraordinaria capacidad de adaptación.
De la infancia no recuerdo muchos juegos acompañados, y si lo hago es sin nostalgia. Tampoco recuerdo haber empatizado con las mujeres, las niñas, sino (y esto suena como una confesión un poco tenebrosa) hasta los 16 años. Es decir, claro que durante la escuela primaria y la secundaria conviví con otras de mi mismo sexo. Incluso, obligada por las circunstancias, pasé casi todos esos años acompañada de chicas, que lo mismo me convencían de asistir a conciertos de grupos de adolescentes que yo hasta el momento desconocía, que de la necesidad de encontrarme perdidamente enamorada de uno de esos sujetos que rondaban los pasillos. Recuerdo que elegí uno casi por azar, uno que pareciera un poco tímido para ahorrarme la parte en la que una o más chicas resultan estar enamoradas del mismo hombre. De ser así, habría tenido que escenificar de más, pelearme con alguna, llorar en las escaleras, ceder de mala gana y al final reconciliarme.
Para escoger al indicado me fijé en tres cosas: que sonriera de soslayo, que tuviera un buen olor y que nunca, jamás, se riera de los chistes simplones de su séquito de amigos (esas 3 aún me persiguen). Fue tan firme mi discurso, tan contundente, que durante algún tiempo me sentí auténticamente enamorada, pues fui encontrando otras virtudes más o menos destacables, como que no tuviera miedo a vestir de púrpura, el cabello lacio y sin una gota de fijador, los ojos negros, tan negros, la media voz.
También fueron ellas quienes me convencieron de asistir de vez en vez a fiestas, de vestirme con faldas cortas y blusas que semejaban la tersa piel de un animal lejano. Tan lejano como distante estaba yo de aquel mundo al que intuí tenía que entrar de una manera u otra si no quería permanecer cuarenta y cinco minutos diarios sentada en exhibición en las gradas: junto a los chicos con acné, las muchachas de cabello crespo y pantalón más allá del ombligo, los desproporcionados, el despeinado que leía a Stephen King y demás personajes.
Pasar el recreo con ellos era una opción, claro que lo era. Desde las gradas se observaba el bosquecillo: la cancha empedrada, los abetos oceánicos con sus largos troncos y su cabellera verde, una fuente que parecía salpicar el cielo con un puntilleo medido, imperfectible.
Pronto descubrí que mi lugar tampoco era ahí: a simple vista, no parecía desproporcionada, tampoco llevaba una cangurera amarrada a la cintura, no sabía nada de tecnología, no charlaba con la máquina de coca colas, no seguía todas las tardes las barras de caricaturas (sigo siendo una amargada que no goza con los dibujos animados), no pintaba en los cuadernos, no tenía una cicatriz ni escondía ninguna parte de mi cuerpo...
Aún así, una mañana decidí acercarme a las gradas. ¿Con cuál de ellos podría hablar? A algunos los había visto en los pasillos, otros incluso asistían a mi mismo curso.
De lo que se trataba era de sentirme acompañada o, mejor dicho, cómodamente acompañada. En casa, lejos del radar de aquellas mujeres, las cosas siempre habían sido distintas. Yo no crecí ni viendo la televisión ni escuchando música. Los únicos estímulos que llegaban del mundo exterior eran los periódicos, las noticias a las 10 de la noche y algunos libros y revistas. Mis padres jamás se han declarado fanáticos de nada y han dedicado su vida a trabajar por nosotros. Para papá hay una clara lista de prioridades, lo demás, lo superfluo, no merece ni un poco de atención. Así, no tuvimos ni antena parabólica, ni todas las consolas de videojuegos, ni discos por montones ni la ropa de moda.
Desde niña, aunque alguna vez se preocuparon por llevarme dos o tres compañeras de juegos, aprendí a estar sola. Todo sucedía en mi cabeza; culebrones interminables que podían durar meses, en los que yo era mi propio hámster y me respondía y me preguntaba a la misma velocidad. El tiempo lo pasaba fantaseando o leyendo, que era casi lo mismo.
Por eso aquel día, parada frente a las gradas decidí entablar conversación con el melenudo que leía a Stephen King. En casa, mi hermano, a quien le debo más de lo que puedo pagarle, había llevado alguna vez algo de ese autor, y pensé que quizá las lecturas compartidas podrían ser el preámbulo para una sólida amistad.
En cuanto me senté a su lado, el individuo en cuestión, tan poco acostumbrado a la alteridad, se recorrió de su lugar en un acto reflejo. Y he ahí que yo, con esta mi sonrisa de niña arcoíris intenté indagar un poco más acerca de Christine, le pregunté su nombre, su nombre completo, su edad, su fecha de nacimiento y también quise hablar de otras lecturas, me parece que de La vuelta de tuerca. Pero la verdad que no parecía que yo fuese alguien realmente interesada en las novelas de terror y el chico se limitaba a contestarme escuetamente, con la mirada aún clavada en las mismas líneas, con los lentes resbalando por su nariz debido al sudor y un recelo que no podía apagar ni la sonrisa ni el tono casual, afable, que intenté darle a todas mis interrogantes: era la viva imagen, lugar común, del cachorro asustado. Descubrí que aquéllo era infructuoso. La estúpida desconfianza que durante años habían alimentado los insultos y empujones de cientos de púberes, no iba a ceder en unos cuantos meses. Algo en el chico de la melena, en la muchacha que cubría la mitad de su rostro con el cabello, en el quinceañero que aún ansiaba la infancia, se había roto y yo, yo no iba a poder pegarlo porque de alguna manera había permanecido entera, sin fisura; había durado.
Tiempo después, intenté con el muchacho de los dibujos, aún guardo una hoja, cada día más amarilla, en la que se aprecia la silueta de algún personaje japonés, ésa que me entregó una tarde con todo el nerviosismo, con todo el temor al rechazo que yo muy adentro también.