Sobre la casa de cierta muerte
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porque Ramón en tonos de verde me hace pensar (qué polisemántico)
Porque un mañana desperté pensando que si bien los sueños olvidan lo que yo recuerdo, y era la luz a través de una cortina estampada -amarilla, lo intuyo- y era también la descripción de un paisaje como sigue:
la cama
en la cama dos
en la cama la muchacha de cabello largo
en la cama el muchacho que no importa porque es Ella la que construye
Pero eran también, y eso sí era en ella, una colección de objetos que fui colocando -como todos- en esta casa. Como todos en esta casa.
Y entonces sí, la muerte. A sabiendas de que existen ciertos oficios bienaventurados. Oficios que huelen a limpio, a mejillas tersísimas por las que apenas la navaja. Oficios amados, loables, que la alejan. Que repelen los féretros y el desinfectante primero de la carne al límite de lo otro.
Después los demás, los demás oficiantes que tienen que lidiar con ella. Que se alimentan de ella, como la muchacha. La muchacha de cabello largo que avanza, no se sabe cómo, con la muerte porque así le fue dado o quizá porque las estrellas un día se mueven y después cierta disposición o indisposición para vivir o morir. Entonces, ciertos seres. Algunos. Como la muchacha que sabe que construye, como todos, la casa de su muerte.
Y ya que lo sabe. Ya que siempre lo supo, observa con atención y sabe que no tiene escapatoria. En todo momento algo. Muere. Algo muere y he ahí ella/ que puede ser él cuando le apetece/ que después recoge y embalsama. Y los objetos los coloca como puede y los pule y frente al espejo una, dos fotografías. Flash. Antes de llorar. Antes de volver, de respirar profundo y volver con todo el ánimo. Volver ahí donde siempre. De nuevo. Sin embargo. Lo imposible.