Miradas

Ella me dice: de tu padre eres los ojos. Los recuerdo. Cada vez más enrojecidos, cada vez más temerosos del polvo y el viento, ojos que he visto nublarse con los años pero que guardan la misma precisión, la exactitud de un espejo. Mi padre es el maestro de la mirada. A fuerza de mirar y mirar es capaz de distinguir lo que ya casi nadie ve. Más allá de los estudios, mi padre es un médico forjado a la antigua. Un as de la clínica. Si vamos por la calle le basta con observar los colores en los rostros, el cabello, las líneas, el tono de  los dientes, el matiz alrededor del iris, las manos. Así, observando, es capaz de decir si tal o cual persona es o fue fumadora, si alguien padece de cirrosis o cualquier enfermedad hepática: el azul en los labios habla del pulmón, la oscuridad en los pliegues de la diabetes. Lo mismo ocurre con las enfermedades del alma. Le basta mirar durante unos minutos el comportamiento de alguien para saber si el miedo, si la neurosis, si un antiguo dolor, si la migraña o una levísima propensión a la bipolaridad o la esquizofrenia. Incluso si no mira traduce lo mirado: para el diagnóstico es suficiente con una descripción escueta, nada fuera de lo habitual: derecha o izquierda, punzada o dolor continuo, rojizo o café. Ha aguzado la vista a tal punto que intuye lo mismo en los animales, pero también los mosaicos flojos en pisos y paredes, las casi imperceptibles desviaciones en los muros, la inexactitud milímetrica en la medida. Así, a mi padre no hay que decirle muchas cosas. Con él, que aprendió a mirar, es suficiente con guardar silencio. He ahí que a veces salgo corriendo del baño, enredada en una toalla que apenas me cubre. Son otras ocasiones los días de verano: un vestido corto que deja al descubierto piernas y espalda. Él me mira de reojo y encuentra: un moretón, una marca en el brazo, un piquete, un rasguño; en mi rostro un nuevo lunar, en mi hombro un golpe, en mis ojos un secreto, en mi boca un dolor que no tiene palabras ni nombres ni culpables. Casi nunca hace preguntas; con mi padre no hay necesidad de demasiadas explicaciones. Sabe, él lo sabe, si el moretón obedece a una caída o a un golpe; si el rasguño fue autoinflingido o alguien más dejó sus uñas, su paso, sobre mi piel. La convivencia diaria con decenas y decenas de seres humanos, seres en pena, seres que recuerdan su cuerpo a través del dolor, le ha enseñado a leer cada gesto: a descubrir la mentira y no menospreciarla por menos cierta que la verdad. Él reconoce la culpa, reconoce la fragilidad y valora, sobre todas las cosas, lo que no se dice. Por eso en días en los que todo parece estar fuera de lugar,  no hay otra persona que quiera a mi lado, no hay otra persona cuyo silencioso abrazo pueda devolverme a la cotidianeidad sin fisuras, sin sobresalto. Devolverme entera, como si un pintor en su fantasía me colocara ahí, donde pertezco, dibujando una infancia, trazando olas, una madre, un hermano y pasillos de hospital. En estos días sólo busco a mi padre y lo encuentro. Busco a mi padre y sus ojos, esos que ven todo lo que yo no, lo que más allá.

3 comentarios:

Pelafustanía said...

No llego a entender si mis comentarios son destinados a los fantasmas o a no existir. Un nuevo intento para decir que me encantan tus letras, tus recuerdos y la delgada línea que dejan las heridas al sanar. Besos; no varios, todos.

Mariela Alatriste said...

Ahora escribe algo sobre Juan y su costumbre de comer topless cuando llegan visitas a tu casa.

Elizabeth said...

Gracias, Ramón. No tengo nuevas formas para intentar decir nuevamente eso, que gracias.
M, jaja, me hiciste reír. No puedo ventanear así al doc. Tq. Besos.