Purrs will be purrs
Nunca he sabido cuándo ha dejado de amarme. Sé que lo ha hecho, así sin decirlo, durante largos días, quizá años, que después deja caer sobre mi con injusto reproche. Me amaba, quizá, porque podía recostarse sobre mi regazo después de vagabundear, decepcionado tras advertir que no encontraría a otra mujer como yo: jamás piernas más tibias ni manos tan dispuestas, nada de caricias a mitad de la noche.
Algunas veces, no debo mentir, logré odiarlo sin mesura; sobre todo cuando después de juguetear en la cama por más de dos horas, él, sin más, me invitaba a reñir. Se avalanzaba sobre mí con fuerza, no sé sin con rencor, comenzaba por encajar sus uñas primero sobre mis manos, después seguirían mis brazos y, si yo lo permitía, si decidía no defenderme, haría lo mismo con mi rostro. Un par de veces me vio llorar. No le importó. Yo terminaba por correrlo de la habitación: “Que duerma donde pueda, en el sillón si le gusta”, pensaba ingenuamente. Pero él sabía, intuía, que con llamarme cariñosamente yo volvería a abrir la puerta y lo invitaría a recostarse junto a mí debajo de las sábanas aún cálidas. Cuando no lo hacía, él sabía qué hacer: bastaba con iniciar uno de sus arrebatos de ira; tiraba un par de platos, quebraba todo cuanto podía e incluso amenazaba con romper alguno de mis libros favoritos. Entonces yo abría la puerta sin decir palabra y todavía llorosa; él me pedía perdón a su manera y se metía bajo el edredón ya sin atender, sin mirarme siquiera. Siempre supe que yo era la mujer de su vida: la única que preparaba la comida por la madrugada, que extendía sus brazos solitarios para repasar mis manos por todo su cuerpo, la que pasaba horas esperando que viniera a recostarse junto a mí y no me arrepiento porque, debo decir, yo también he llegado a amar a ese gato.