Por alguna razón me he acostumbrado a guardar olores. Hoy, por ejemplo, huele a petróleo. Huele a dieciocho años y no a once. Huele a mí arreglando mi cabello. Huele a mis ojos sin maquillar y también huele a besos. Besos de mentira y besos de verdad. Es quizá el olor de hombros desnudos, de panteón, de viernes por la noche en cualquier auto escuchando historias de piratas y fantasmas, de mujeres fatales y de marineros errantes. Así, camino. Si me voy, es sólo por el placer de volver.
Y es que caminando los recuerdos toman otra dimensión. No hay un día igual a otro, y sin embargo durante un mismo día, como en una caja china de estaciones, se encuentran tantos otros días pasados que el recuerdo se me vuelve múltiple. (Jamás, nunca más una postal el recuerdo. Jamás, nunca más estático el recuerdo) Un olor, una planta, un color, una nube, una luz que desaparece y se vuelve otra, me llevan del olor a plastilina a la banca de un parque por la noche. Cada cambio en la dirección del viento, cada aroma nuevo que se avecina, me hace saltar de un año a otro, de un rostro a aquel más, de una sonrisa al secreto que hay detrás de lo que no dije, y de allí a ese otro que hay detrás de lo que sí dije. Me reapropio del color. Del cosquilleo de las fosas nasales. Somos mi nariz y yo. Mis ojos y la luz (las luces) del agua y del día. Sólo así el agua es agua y el día es días, sólo de esa forma vuelvo a hacer mío el recuerdo que no, no se queda...
(Caminando los veo pasar uno tras otro el recuerdo no más caminando los veo pasar: un recuerdo canoso, un recuerdo flaco, un recuerdo tonto, un recuerdo niño, un recuerdo de camisa de cuadros, un recuerdo malpeinado, el recuerdo maltratado, el de los ojos cerrados...)