La culpa y yo. Episodio primero.

Tomo un recuerdo muy antiguo. En el corredor de mi casa, un pájaro había anidado en un pequeño hueco, justo junto a la caja de fusibles.
Lo alargo como si jalara la hebra de un invisible hilo, entre mis dedos así, ese movimiento. Un mediodía, al regresar del jardín de niños, encontré en el suelo a una de las crías. Aún sin plumas, el pajarillo rosado había caído desde su nido y el golpe fue su última guarida. No había ningún otro rastro.
Lo hago otra cosa, lo intervengo con lo que ahora puedo. La muerte, sobre todo en las aves, puede ser tan limpia, tan silenciosa, que sorprende. Ese fue mi primer contacto directo con la muerte.
Vuelvo. Vuelvo a la memoria. El hilo me cuenta. Recuerdo que tomé aquel pedacillo de carne y fui corriendo hacia el lugar donde guardaba mis juguetes. Tomé una cacerola amarilla, una de las que comúnmente vienen en los juegos de té para niñas y lo mantuve ahí, después lo cubrí hasta el tronco con un trozo de tela y esperé, esperé a que sanara.
Anoto. Es curioso cómo incluso a esa edad la angustia ante la pérdida, el choque con la finitud, desencadena reacciones tan básicas, núcleos que se repetirán en formas diversas a lo largo de la vida. Para mí el sanar, el bienestar, no dependía de otra cosa más que de la noción de "mantenerse a salvo".Y yo lo estaba haciendo,  mantenía  a ese cuerpo ya muerto a salvo del frío roce del concreto, de esa su soledad lejos de la madre que seguía acurrucada e indiferente junto a la caja de fusibles. El pajarillo estaba a resguardo, tan distante de la lluvia, del despiadado beso de las hormigas, de los otros pájaros, de lo otro todo que hace daño, y no conforme ahí estaba también la mirada que cuida, mi mirada que aguardaba el milagro.
Los demás recuerdan diverso. El hilo es doble, es múltiple y en mi boca las palabras de alguien más, la vida de alguien más. En algún punto, mi madre tuvo que ingeniárselas para que yo dejara de esperar. Me explicó que el pájaro era pequeño y la altura desde la que había caído, considerable. No podíamos hacer nada por el pobrecilloNena, pobrecillo, nena, no pasa nada, nena.
Los disfraces. La causa y el efecto son uno en la memoria.  Y por alguna razón, no miento, me sentí culpable. Tan profundamente triste como triste puede sentirse una niña de cuatro años. Sentí mi mirada insuficiente. Sentí la catástrofe de las aves a mi paso. La muerte en mi mano, en aquel cacharro amarillo y en el sucio retazo que se había contaminado de eso tan ajeno: lo que no late, lo que no tiene remedio, lo que yo no alcanzo. Traje agua. El agua, la necesidad más básica saciada. El agua que limpia, aunque no creo que sea necesario decir que no lo entendía así. Fue sólo instinto, costumbre del agua que en el puerto, mi única casa, todo lo cubre y lo devora.  

2 comentarios:

Mariela Alatriste said...

Me gusta el título. Espero con ansias los demás episodios para trabajar en la adaptación cinematográfica.

Elizabeth said...

¿Cómo te digo que me encantará que hagas una adaptación cinematográfica, mi lucecilla?