Ni de Eva ni de Adán- Fragmentos y yo.

Para Karla, con quien comparto más que el gusto por la Nothomb.

Soy una salvaje. De eso no cabe duda. Cuando era pequeña, las demás niñas se esmeraban por mantener sus vestidos en su lugar, limpios los cuellos, pulcrísimas las calcetas con holán. Mi madre sufría. ¿Por qué te esfuerzas tanto en parecer distinguida cuando con un rostro tan expresivo nunca serás una dama? Decía que por esa mi manera de sentarme la mejor opción era comprarme ropa interior linda, la más linda. Mis mallas terminaban llenas de hoyos, rasgaduras que se fundían en un simpático collage rojocafinegro: así el efecto de la sangre y la tierra fundiéndose en en las rodillas sobre las antes medias color pastel. Cuando crecí seguí cometiendo salvajadas; ayer, por ejemplo, leí Ni de Eva ni de Adán en el tiempo récord de 4 horas. Yo también me sentí Zaratustra. También una fuerza sobrehumana se apodera de mí  y asciendo en línea recta adonde sea que haya que ascender. Creo que en ese sentido sólo la poesía me contiene. Por más salvajes que sean mis intentos, es la poesía lo único que me mantiene saciada con bajas dosis. Una línea puede saciarme por dos o tres días, por un mes. Sólo ahí en la condensación puedo expandirme, y con fuerza sobrehumana avanzar no en línea recta, sino en espiral, en vórtices.
Hoy me he sentido la peor de las mortales. Ha vuelto a mí la certeza de ser un aguacero. No sabes hacer otra cosa más que llover, me he dicho. Chubascar encima de las vidas de los otros, ésas que tienen un sentido tan transparente como un corazón de piedra verde. Lo que sentía por aquel muchacho no se correspondía con ninguna palabra del francés moderno, pero en japonés el término adecuado era koi. En francés clásico, koi puede traducirse por gusto. Sentía gusto por él. Era mi koibito, aquel con el que compartía el koi: su compañía era de mi gusto. A mí también este término me parece mucho más civilizado, mucho más práctico y elegante. Hoy por la mañana visité por enésima ocasión el Templo mayor. Iba pensando en todo esto. ¿Por qué haces lo que haces? Me pregunté tantas veces. ¿Por qué no puedes simplemente quedarte? Un auténtico sí de permanencia. Pensaba en mi ánimo de llovizna que arrasa con los árboles, los plantíos, los "Usted está aquí" y me preguntaba si acaso alguno de los que han tenido el gusto de llover sobre mí, de arrasarlo todo, son tan considerados en sus pensamientos. Supongo que no. Supongo que ellos sí creen que hay algo que se puede romper, secar como uno seca el agua que escurre en las goteras, cuando yo también pienso que salvo en caso de crimen innoble, no entiendo que se rompa. Decirle a alguien que se ha terminado es feo y falso. Nunca se termina. Incluso cuando ya no piensas en alguien, ¿cómo dudar de su presencia dentro de ti? Un ser que ha contado para ti, siempre cuenta. Yo no sé dar finales. Prefiero esos desenlaces que son fade out, un suave desvanecerse como las muertes naturales. Hoy en eso mi cabeza; yo, vacía de sentimientos, pero poéticamente avanzando por las que algunas vez fueron calles de aquella ciudad que se rehacía sobre sí cada que las cañas reunían el número adecuado. No a un lado. No se trata de esa expansión horizontal que subyuga a las ciudades modernas. En el centro del universo nada puede ser los contornos. No se trata de suponerse dueño del espacio. No hay caso. Tiene que ser justo encima. Sobre lo que ya no. Ahí lo nuevo. Con lágrimas en los ojos llegué a ese lugar donde las serpientes emplumadas, donde un abanico de alas de mil colores se abre a un sacrificio tan metódico como extirpar el corazón en menos de dos minutos, así de fácil, un movimiento mecánico al que muchos ya estarán acostumbrados. Profanar la piel con una laja, torcer la muñeca al punto exacto para el crujido de la cavidad torácica y ahí el fruto. En ese momento intuí que si quería conocer el secreto de lo que renace, el misterio que en otro lado del Fénix, tenía que abrir la nariz y los ojos, los sentidos todos con la misma energía con la que me alejaba de los que ahí reunidos. Zartustra no se codea con cualquiera. La tarde transcurrió así, pláticas con amigos, la certeza de la culpabilidad en mí, la culpabilidad por mi manía de aguacero, por mi eterno ir y volver porque el agua no puede retenerse. Sí, te regaré, te prodigaré con mi riqueza, te refrescaré, saciaré tu sed, pero qué sé yo lo que será el curso de mi río, nunca te bañarás dos veces en la misma Nidia. La estabilidad, las promesas, el debes de, el "tú aquí observando a los demás jugar, tú con las medias limpias", no corras, no beses, no grites, llenan al agua de un temor indefinible. Sí, soy el huracán que a veces toca tierra, el agua toda que nulifica los caminos, pero tengo deseo, yo también tengo deseo de algo que no sé qué es. La parte consciente de ese sueño es la escritura. Pensé en todas las veces que como ella me he sacrificado para no decepcionarles, como ella, llamémosla Amélie, a punto de casarse con un chico encantador en nombre de un malentendido lingüístico. Me miré a mí hace algunos meses. Nadie imaginaría hasta qué punto he llegado para no dejar caer las expectativas. Y de ahí mis malos hábitos: largarse rima con salvarse. Si te sientes morir, parte; si sufres, huye. No hay más ley que la del movimiento. Al parecer, huir es poco glorioso. Lástima porque es muy agradable. La huida proporciona la más formidable sensación de libertad que se pueda experimentar. ¿Huida poco gloriosa? Siempre es mejor que dejarse atrapar. El único deshonor es no ser libre. He huido tantas veces que me culpo. Me he culpado tantas veces que huyo. Es mi hoy. Es ese el estado de la cuestión. Si algo me salva es la pasión que a veces despiertan en mi algunos labios, pero sobre todo algunos libros, sobre todo algunas líneas que garabateo con imprecisión, con miedo.
A mitad del recorrido en el Templo Mayor me despedí de los presentes. -Alguien me espera, dije. Y sí, alguien me esperaba. Además me esperaban las calles, los árboles, esa sensación de poder tragarlo todo que me llena los ojos y el algo que hay ahí dentro de una acuosidad insoportable, mi elemento primario. Dejé el lugar y me detuve a conversar con un par de vendedores en la Alameda; uno de ellos ató una mascada a mi cuello y me enseñó a anudarla de tres formas distintas. Esa es mi vida. Seguí andando y continué ponderando las bondades de la huida. Sonreí. Soy tan libre que me largo. Y me largo porque sí, porque tengo 26 años y todavía no encuentro lo que busco. Eso que no sé qué es. Y por eso me gusta la vida. Me largo, señores. Díganme que huyo, que me adhiero y me escapo de la mano como una gota y que así nunca la felicidad. Díganlo en voz alta mientras yo no hago más que correr de arriba a abajo. Díganlo pero yo me largo cada vez que quiero. A encontrarlo.


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