Por quiénes doblan las campanas...

Pero no, su nombre es legión...

La violencia llegó. La vi llegar como niña, con los ojos en velo. Asistí a su arribo con una definición enciclopédica bajo el brazo, con todos los discursos en la lengua y la memoria de ciudades: lejanas. La violencia para mí era un terrible fantasma de lenguaje. Su nombre, el preciso. Así, la nombré Acteal, le dije Afganistán, la grité Atenco por las calles, la lloré Auschwitz  en dos líneas,  la creí Badajoz, la adopté Colombia. Era un doloroso rumor. El otro.
Aprender/aprehender
Ayer entendí por primera vez lo que significa "quemar las naves". Yo he pensado en hacerlo. Fantaseo frecuentemente con una desaparición abrupta. Planeo mi nueva vida en Kioto. Me pierdo durante horas en esas fotografías de jardines asiáticos, en la lectura de Mishima o Kawabata con sus mil grullas. De hecho yo pensé haber quemado las naves. Después de todo un día escapé de la montaña con esfuerzos sobrehumanos. Uno más decidí que la inmovilidad era sólo un mal necesario y llegué aquí, sin más plan que el de reconstruirme, con lo que hubiese a la mano y a como diera lugar.
Ayer comía con mis padres. Se ha vuelto una costumbre, una terrible tradición, pasar revista a los últimos hechos violentos: si cuerpos, si balas, si granadas, si lenguas, si robos, si cabezas, si secuestros. Viéndolo bien no podía ser de otra forma, se trata de lo cotidiano, de lo que a diario se ve o, en el peor de los casos, se intuye. Al terminar el escabroso listado, mi padre -con un dejo de tristeza que a mí jamás se me ha de esconder- comenzó a plantearme la posibilidad de, sí, quemar las naves.
-Vender la casa -me dijo, vender lo que hay y venir aquí.
¿Aquí? No, no, aquí no. ¿Pero adónde? Mi familia no tiene la posibilidad de huir a Canadá, a Inglaterra, a París. Pensé en todas las veces que he viajado en el metro. Ésas en las que veo a hombres y mujeres de la edad de mis padres buscando un lugar. En todos los sentidos un lugar. Cada vez pensaba en ellos. En la enorme fortuna que implica no padecer.
-Sí, ¿sabes?, es como las sardinas -añadió.
¿Las sardinas? Al carajo las sardinas. Quemar las naves. El peso de quemar las naves. En el caso de mi padre no se trata de una fantasía con tintes románticos. En el caso de mi padre, y de gente que como él busca otro sitio, se trata de un abandono mayor: el de una tierra que se ciñe hasta formar parte de la piel, pero también el de una vida, así, completa. Basta decir que he conocido a pocas personas tan involucradas con el bienestar de su comunidad. Desde su trinchera nos educó a mi hermano y a mí en el amor. No en ese tipo de amor judeocristiano -resignado, ansioso de una eternidad- sino en el amor como vivencia única, un amor gozoso que va más allá de la espera de una recompensa, sino que lo reviste todo. Ese amor lo vi practicarlo diariamente, con pacientes y amigos, en interminables jornadas en el hospital, en revueltas y decenas de escritos para solicitar abasto de medicamentos o mejores instalaciones para los centros de salud, lo vi practicarlo con el de aquí y el de allá, pero también con mi hermano, mi madre y conmigo. Su vida entonces ha sido ésa, una de trabajo. Una que nunca pensó continuar en otro lado, hasta hoy.

Mi padre me regaló un planisferio, quiere que en mis ojos se cuele el ancho mundo.
Hoy mi padre me regaló un planisferio. Sabe que soy una nulidad en geografía, que mis capacidades de ubicación, aunado a mi pésima motricidad, magnifican la probabilidad de que muera atropellada. Mi padre me regaló un planisferio y creo que quiere que en mis ojos se cuele el ancho mundo. Quizá quiera que ponga una tachuela sobre Kioto, como un pendiente. Mi padre quiere, y siempre ha querido, que yo vaya adonde mis pasos me lleven, así sea lejos, lejos de él, lejos de casa.
Lo que no sabe es que a mí no me interesa el ancho mundo.
En 2006 organicé junto con un querido amigo una serie de ponencias respecto a las entonces próximas elecciones. La idea era disminuir la apatía entre los compañeros de, válgame, el área de Humanidades, en torno a los acontecimientos políticos del país. Yo no sabía lo que iba a pasar, y entre todas las posibilidades -como suele ocurrir- jamás imaginé lo que ahora. Con algo de ingenuidad, mi ponencia era más bien de un tono general: invitaba a mis compañeros a informarse sobre cada una de las propuestas, a no dejarse llevar por los "izquierdismos" o "derechismos", y sobre todo a votar, así, con una fe casi ciega, porque eso para mí implicaba en aquel momento la existencia de cierta esperanza, la esperanza de algo mejor para cada cual.
Sigo pensando algo similar. Sigo creyendo en el esfuerzo conjunto, en los que no guardan silencio, en los otros, en los que trabajan, sin iniciativas, por un sitio más amable para todos. Yo, por mi parte, no me quiero lejos. No tengo soluciones; por el contrario tengo impotencias, rabias a ratos, muy a menudo una tristeza que se me escurre. De nada sirven mis definiciones de violencia, de nada mis teorías sobre el poder, no la democracia, no el socialismo, de nada lo que supe. Me funciona, quizá, eso que aprendí alguna vez de mi padre que ahora se marcha: que mi lugar, el de mi amor, está aquí, y eso sí no me lo pueden quitar.

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