Sabía perfectamente, por esa fatalidad que constituye uno de los rasgos más atroces del duelo,
por mucho que consultase las imágenes, no podría nunca más recordar sus rasgos (traerlos a mi mente).
Roland Barthes, La cámara lúcida.
I
Soy intolerante a los finales. Aún puedo soportar los principios. Cada vez menos.
Mis sentidos aguzados. Son una criba de seda. Finísima. En cada principio está la muerte. Y yo la olfateo. La sé como quien despierta enmedio de la noche con la sensación de otro cuerpo, de unos ojos que miran entre la penumbra, deleitándose en el compás de la respiración, en el peso de los miembros del que sólo duerme. Escribo esa muerte. Sé que la única manera de vencer a la muerte es adelantarse a su paso. Reescribo esa muerte. Una y otra vez. La escribo súbita. La vuelvo a anotar agónica. En ocasiones es mi propia mano la que asfixia. Ante ella, ante la muerte, el terror.
II
Septiembre me deja baldía. Septiembre se llevó los rostros, las voces, las risas, los olores, la niñez. Voy por septiembre con precaución.
III
Después de todo adelantarse a la muerte es quedarse con la vida. Sobre mi aversión a los finales sé decir que un día, que me gusta pensar que un día, supe la muerte. Entonces llegó la epifanía. No se trata para nada de un momento solemne. Advertí la muerte en la rutina más absoluta. Recostada en el auto, mi madre al volante, una tarde cualquiera de infancia sentí el peso de saber que un día, quizá lejano, mi madre no estaría más al volante ni yo contemplaría absorta y de cabeza los atardeceres de la ciudad. No puedo decir si lloré. No puedo decirlo a ciencia cierta. Me gusta pensar que sí. Que mis ojos sanaron la herida. Que mi cuerpo quiso deshacerse, por puro instinto, del tiempo. Recuerdo que entonces decidí robar la vida a la muerte, aunque la vida fuese este poco: una esquina, una casa color salmón frente a la reja de casa, el cabello de mi madre (hermosísima, joven, radiante) en la nuca, su risa, una canción de Cristian Castro, la frase justa "voy tropezando en el salón", el cielo casi anaranjado, y mis pies, mis pies contra la ventana.
III
Paso los días de septiembre junto a un hombre al que amo. Un hombre al que amo inmensamente, como se ama lo que es de suyo amable pero también lo que se ha decidido amar con pasión, lo que no se puede más que amar con la certeza de no ser pero proclive a la herida. Voluntariamente vulnerable. Ante su presencia el simple temor se convierte en completa indefensión.
Frente a los aciagos días de septiembre, junto a los rostros que septiembre me desgarra, junto a las voces, la risa, la vida que septiembre que se larga entre su lluvia, está la suya, la vida de ese hombre con quien la viviría el resto. Miro entonces su rostro y huelo su abrazo. No alcanzo. Miro sus ojos grandes y castaños. Miro sus labios y sus dedos y esa mueca extraña al sonreír. Aprehenderlo. Me digo. Debes aprehenderlo todo. Por siempre su voz, su roce, la levísima angustia de su ceño. Lo esencial: aprehéndelo. Miro entonces sus gestos, sus labios en perpetuo movimiento, su lengua jugueteando en la boca, presto atención al detalle, a la articulación de cada palabra, a los lunares y las cicatrices, a las pestañas tupidas y a las arrugas que nacen. Y cuando más lo intento, la certeza: lo he perdido, me digo (como Barthes): Ya, ya lo he perdido. Y por eso, por eso escribo.